Por Mario Campaña
El poema La victoria de Junín. Canto a Bolívar, de José Joaquín de Olmedo, celebra en 906 versos el triunfo en Junín del ejército americano sobre las tropas españolas en las luchas por la independencia del siglo XIX. Aquella batalla tuvo lugar el 6 de agosto de 1824, en el centro de los Andes peruanos, a 4.100 metros de altura, y dejó muy próximo el fin de la dominación española, que se concretaría cuatro meses más tarde, en la batalla de Ayacucho, que también es materia del mencionado poema celebratorio.
El ejército americano estuvo dirigido por Simón Bolívar (1783-1830), heredero de una de las familias españolas más acaudaladas y de mayor pedigrí de Caracas, educado en los ambientes reales de Madrid y París, empapado de cultura aristocrática; un incansable buscador de gloria que llevaba mucho tiempo empeñado en la libertad de los territorios americanos. Dos años antes había invitado a los gobiernos de México, Perú, Chile y Argentina a una reunión en Panamá para conformar una nueva confederación independiente, que debía designar “una autoridad sublime” cuyo solo nombre calma tempestades. Verosímilmente, a sus cuarenta y un años, él mismo aspiraba a ser esa autoridad, aunque su visión de América le daba pocas posibilidades de materializar un proyecto político estable. “Tenemos dos millones y medio de habitantes, derramados en un dilatado desierto –escribió–. Una parte es salvaje, otra esclava, los más son enemigos entre sí y todos viciados por la superstición y el despotismo”. Cuando se libró la batalla de Junín, era presidente de la recién fundada República de Colombia, la Gran Colombia, que en 1824 agrupaba a Venezuela, Colombia y varias ciudades y pueblos de lo que después se llamó Ecuador y Bolivia. Su victoria en Junín creó una gran expectativa: liberado por el ejército colombiano, Perú podría dar fuelle al gran proyecto federal del continente que perseguía Bolívar.
El poeta José Joaquín de Olmedo (1780-1847) recibió la buena nueva en su ciudad natal, Guayaquil, e inmediatamente puso en marcha un ambicioso poema encomiástico: “Vino Junín y empecé mi canto… Vino Ayacucho y desperté lanzando un trueno”, escribirá después. Hacia mayo o junio de 1825, tenía listo el poema y lo hizo imprimir en su misma ciudad. Olmedo ya había sido diputado por Guayaquil ante las Cortes de Cádiz, diputado constituyente en Perú y presidente de la Junta de Gobierno de la Provincia Independiente de Guayaquil. Sobre todo, ya había pronunciado su discurso dedicado “a los indios americanos” para la abolición de las mitas, un sistema de origen medieval que, junto a la encomienda, sirvió a la corona española para perpetuar la esclavitud en América: “¡Cuántos millares de millares de víctimas sacrificados por la servidumbre! ¡Oh filosofía! ¡Oh leyes! ¡Oh política de aquellos siglos bárbaros! ¡Oh razón! ¡Oh Humanidad! ¡Oh naturaleza!… ¿La avaricia no quedó sacia con la sangre de la Conquista?”, exclamaba Olmedo entonces.
«Hacia mayo o junio de 1825, tenía listo el poema y lo hizo imprimir en su misma ciudad»
El poema está regido por la ideología aristocrática inoculada por España en América, que prevalece en el poeta y en los protagonistas de su poema. Al menos cinco conceptos esenciales de la cultura nobiliaria tienen una presencia centelleante: la gloria, que aparece veintiséis veces; el imperio, que se invoca en diez versos; el triunfo y la fama, usados siete veces cada uno; y el honor, presente en cuatro momentos importantes. La conformación aristocrática de un autor ilustrado como Olmedo, capaz de clamar contra las mitas e involucrarse activamente en la independencia americana, no es sorprendente. Los movimientos y las doctrinas económicas, sociales y morales orientadas a destruir el Antiguo Régimen, que en América Latina tienen una forma anticolonial, nunca renunciaron a los valores nobiliarios: al contrario, los adoptaron como sostenes del ser individual y del mundo histórico que estaban contribuyendo a moldear (tema desarrollado en mi libro Una sociedad de señores, Jus, Ciudad de México-Barcelona, 2017). Ello quedará patente de un modo perverso cuando las nuevas élites republicanas encargaron “a los venerables curas párrocos por tutores y padres naturales de los indígenas, excitando su ministerio de caridad a favor de esta clase inocente, abyecta, miserable” (Constitución Política de Ecuador, art. 68).
Pero La victoria de Junín alcanza suficiente altura para trascender esas rémoras morales, sociales y políticas; el poema se revela consciente de la trascendencia del momento, de la inestabilidad política y social, el sigilo de las conspiraciones, la incierta contextura de los héroes, la enorme dimensión del pasado y el futuro. Si La victoria de Junín es una obra señera del siglo XIX en lengua castellana se debe a la envergadura de su pensamiento y a su arte literario, que no se limita a un estilo “elegante y animado”, como decía Andrés Bello, sino a numerosos dispositivos y recursos que evitan la engolada retórica clásica y dan al poema una forma que le permite ser leído hoy también como un discurso civil.
Quizá el primero de los méritos de Olmedo sea haber evitado la tentación de la canción de gesta, la epopeya o el simple ditirambo. El poema tiene algo de todo ello pero no es solo el canto a una batalla, un héroe y una victoria. No hay propiamente representación colectiva, sea política o religiosa, ni genuinos componentes míticos, didácticos y morales de una comunidad o nación. Y aunque Bolívar sea cantado y lo histórico y lo heroico se palpen, el encomio del héroe es sofrenado muy pronto: no ocupa más de doce estrofas cortas. El poema no tiene el rol fundacional, modelador y estatuario de la epopeya. No es propiamente un epinicio ni un himno para una comunidad. Olmedo no es un rapsoda que canta a un héroe nacional. Es un pensador político y un poeta capaz de ir de la celebración épica a la emoción lírica y a la razón argumentativa, y glorifica a Bolívar solo como militar, porque en 1825 aún no existía una comunidad o nación que inspirara valores ejemplares y recibiera el don del poema.
Las nociones de patria y libertad conforman una gran isotopía política, pero, aunque se usan expresiones como “pueblo americano”, “amor americano” y “pecho americano”, la palabra América, como unidad o ideal de la política de entonces, no aparece ni podía aparecer, y la primera persona del plural se usa solo una vez.
La victoria de Junín no es un poema fundacional, como precipitadamente se ha afirmado. América vivía un momento prefundacional que se iba a prolongar exageradamente. Cincuenta y seis años más tarde, en 1881, José Martí aún se proponía consagrar su vida “a la revelación, sacudimiento y fundación de Nuestra América”. En 1825 Bolívar únicamente veía “la guerra civil y los desórdenes volar por todas partes, de un país a otro”. “Nosotros que no somos nada y empezamos a ser”, llegó a afirmar. Por paradójico que parezca, se puede decir que La victoria de Junín es un gran cuadro del momento que vivía América, pero su tiempo no es el presente, sino el futuro, al menos a partir del verso 353, en que empieza un discurso disruptor que provoca un vuelco espectacular en el poema. Al final, el mismo vate resume lo que ha hecho: “he cantado /… / el destino / del venturoso pueblo americano”.
Fuera del perímetro de la epopeya, Olmedo es incisivo y, especialmente en la composición, visionario: después de una breve descripción de la batalla, estructura La victoria de Junín con dos sujetos antagónicos que podrían representan las instancias históricas llamadas a dirimir el futuro del continente: por una parte, Bolívar, jefe de los ejércitos de la independencia; y por otra, un personaje inesperado: el último rey de los incas, Huayna-Cápac (Wayna qhapaq). Esa oposición es el núcleo del poema. Olmedo ha reflexionado intensamente sobre la dimensión de su héroe. En La victoria de Junín, el “capitán valiente” está llamado a desempeñar solo el rol de mediador; no el de alguien que vive envuelto en los lances de los hombres y los pueblos sino un “árbitro de la paz y de la guerra”, como dice el poema muy pronto. Olmedo casi no le concede la palabra. Una sola vez interviene Bolívar; en escasos trece versos escuchamos su voz. El poema no muestra los ideales políticos, los pensamientos civiles ni los sentimientos altruistas del hombre que en ese momento era presidente de Colombia e impulsaba una integración de América en una nación grande y única, que él deseaba presidir. El político acostumbrado a vibrantes discursos y promesas casi es silenciado; no es el emisor sino el destinatario de los discursos.
«Una sola vez interviene Bolívar; en escasos trece versos escuchamos su voz»
Olmedo encarga todo el peso político al Inca Huayna-Cápac, el personaje antagónico. Pero este no es el protagonista mítico de la historia del imperio peruano: es una construcción de Olmedo para la enunciación de los ideales que ha concebido la Ilustración para ese momento de la historia americana. Huayna-Cápac aparece en una nube, como figura divina, en un clásico recurso Deus ex machina, y desde esa altura habla a Bolívar para decirle que la poesía enmendará a la historia y los aborígenes americanos serán escuchados por primera vez, ahora por los descendientes de sus verdugos, que pretenden crear un mundo nuevo. Durante 527 versos, más de la mitad del poema, hasta muy poco antes del fin, Huayna-Cápac elogia, interpela y advierte al jefe militar de los blancos. Pese al título, y diga lo que diga Olmedo en sus cartas sobre el poema, el discurso del Inca dirigido a Bolívar define La victoria de Junín. Haciendo intervenir a Huayna-Cápac, Olmedo señala el lugar que deben ocupar las comunidades aborígenes, a cuya sombra implícitamente se emplaza a los otros grupos sometidos.
Que en el poema Huayna-Cápac considere a los españoles nacidos en América como sus vengadores es un alarde de Olmedo de la fuerza de la identidad latinoamericana; para él, los criollos ya no eran españoles; por eso recuperaban América para los americanos. Así, el Inca de Olmedo dice a Bolívar: “Oh predilecto / Hijo y amigo y Vengador del Inca”. La alianza de los aborígenes con los nuevos americanos hará sonar “la hora feliz”: “Desde aquí empieza / la nueva edad al Inca prometida / de libertad, de paz y de grandeza”, proclama el poema. Ese sentido de la historia que enuncia Huayna-Cápac, en que los luchadores por la independencia eran continuadores del Imperio Inca, es un verdadero cul-de-sac, pues parece anunciar una futura alianza social y política imposible. Es uno de los lugares a que lleva la ideología aristocrática.
Socialmente, Olmedo solo veía a los criollos, hijos de españoles, y a los indígenas explotados. Todo el contingente que existía entre esas clases, negros, “pardos, mulatos y zambos”, como llamaba la oligarquía criolla a esa mayoría social, que Olmedo parece mencionar en su poema con el breve sintagma “varias gentes”, no llegaba a la consciencia patricia. La invasión española y el millonario tráfico esclavista en “el imperio regido por las furias”, como llama el poema a la América española, dio lugar a una encrucijada ‘racial’ de una conflictividad irrefrenable. La violencia de los europeos sobre indígenas y africanos y el consiguiente surgimiento de grupos de “pardos, mulatos y zambos” –en el lenguaje de las oligarquías– provocaba un desestabilizador laberinto de colisiones, debido a la rígida jerarquía social de los españoles y sus descendientes americanos, que clasificaban como ilegítimos y sin derechos a quienes no ostentaran pureza de sangre. En cuanto a la organización política, el Inca y Olmedo apelan a las mismas ideas de Bolívar. El poema habla de “el lazo federal”, “en la guerra y en la paz”, una cita, casual o no, del héroe militar, quien en una carta de 8 de abril de 1825 afirmaba: “el pacto federal, que es el lazo común, debe ligar nuestra suerte a perpetuidad”.
Puede decirse, como se ha hecho, que la presencia de Huayna-Cápac en La victoria de Junín es fruto de una utopía andina aún viva en la era de la independencia. Sí: quizá esa tal utopía influyó en Olmedo. Pero también es probable que ese Olmedo que en Cádiz clamara por la abolición de las mitas fuera poseedor del más simple sentido histórico, ya enarbolado por el precursor Francisco de Miranda, otro gran ilustrado americano, un revolucionario que participó en las luchas por la independencia de Estados Unidos y en la misma Revolución francesa y había hecho las más altas valoraciones de las antiguas civilizaciones americanas. En la Proclamación a los pueblos del continente colombiano. Alias Hispanoamérica, Miranda escribió: “Es preciso que los verdaderos acreedores entren en sus derechos usurpados: es preciso que las riendas públicas vuelvan a las manos de los habitantes y nativos del país, a quienes una fuerza extranjera se las ha arrebatado”.
Más aun: la presencia del Inca podría proceder directamente de un acentuado propósito de Olmedo de ofrecer a Bolívar y los patricios españoles la oportunidad de una escucha de la que podía depender el futuro de América.
El poema termina cuando Huayna-Cápac desaparece “tras la dorada nube”. Entonces el poeta vuelve con su flauta a su “bosque umbrío”. Su tarea ha quedado cumplida. Ha versificado impecablemente, cantado al jefe militar de los nuevos americanos y logrado que este escuche “a los verdaderos acreedores”: no otra cosa que propiciar esa escucha puede haber sido la meta profunda del poema y el poeta.
Bolívar murió en 1830. La Gran Colombia se desintegró en 1831. Ninguno de los ideales de la independencia se cumplió. Los indígenas resisten. Algún día podrán servir de tronco para la fundación de un nuevo país y ese será el momento de recordar, como ahora, que Olmedo les dio la palabra en su gran poema de 1825, para renovar sus profecías sobre un futuro que aún tenemos que inventar.