Tomado de Amasar/Para Notimercio
Corfú abrió sus puertas el 1 de abril de 1988. Justamente el día anterior, Christian Elie contrajo hepatitis, de modo que, junto a tres empleados que apoyaban desde la trastienda, Dany tuvo que afrontar la apertura del local.
Había en el mostrador nueve sabores: chocolate, vainilla, ron pasas, fresa, mora, naranjilla, tropical y acaramelado con maní y moka. El estreno fue un triunfo descordado, casi caótico.
La buena fama de Cyrano le trajo a Corfú más gente de la esperada, entre ella, de un solo golpe, un grupo de 30 niños del colegio Alemán al que, pese al descontrol del momento, Dany atendió con esmero pues eran, como ella fue un día, practicantes de atletismo, entrenados, además, por un compañero suyo. Quedaría para su recuerdo que los primeros helados que vendió los sirvió a niños deportistas del colegio donde ella estudió y fue deportista.
La siguiente fue la constatación del éxito: filas sobre la calle Portugal con gente que esperaba hasta 45 minutos para poder comprar un helado.
Antes de que en el medio local se hablara de emprendimientos, y menos aún de emprendimientos culinarios con presencia de autor, Dany y Christian Elie ya habían dejado la huella.
Él en pantalones cortos y sandalias y con un cuerpo atlético, fruto de su dedicación al surf y a la tablavela, deportes a los que se había aficionado en California, y ella con su lacio pelo dorado que le llegaba hasta la cintura. Ponían la presencia y la acción. Eran el signo distintivo. Los clientes reconocían un valor en la gestión directa de los propietarios.
Se turnaban en la atención en la caja y en el servicio, y en el servicio estaba el show. Corfú era la única heladería en Quito en ofrecer un cono artesanal hecho al instante en una waflera y formado a mano con la ayuda de un molde coniforme.
Y no había solamente eso, también estaba el vistoso contenedor hecho con la misma masa del cono al que llamaron tulipán. Un gran invento. Una absoluta novedad. Sobre el cono o el tulipán las bolas de helado y, sobre ellas, otra seña de la casa: la variedad de salsas y frutas frescas para aderezar y decorar el conjunto.
Todo aquel que veía el resultado mientras esperaba en la fila se convencía de que el tiempo invertido había valido la pena. Nada que hubiera en el mercado se parecía a Corfú ni en concepto ni en calidad ni en ambiente. La untuosidad de esos helados era hasta ese momento en Quito un atributo desconocido.
Puertas adentro de la empresa la apertura de Corfú alteró las cosas. Si bien frente a Cyrano era un negocio independiente en gestión y concepto, los chicos aprovecharon la experiencia de la pastelería para ir dándole forma a su tarea administrativa. Pero, de ahí en más, marcaron un camino diferente.
Mientras en Cyrano las operaciones todavía estaban asentadas en lápiz sobre papel, con organigramas, órdenes de producción y roles de pago que podían alcanzar el tamaño de una sábana, Christian Elie, el ingeniero mecánico amante de la tecnología, trajo el primer computador para encarrilar a Corfú en los sistemas informáticos.
Eso no quiso decir, sin embargo, que el trabajo diario se volviera automáticamente eficiente y relajado.
Puertas afuera, de martes a domingo y de diez de la mañana a ocho de la noche, la mejor heladería de Quito daba todo de sí para complacer a la gente que se amontonaba sobre la acera. Con ese impulso inicial, no le quedó otra opción que mantenerse y crecer.