‘Nadie me explicó cómo era esa cosa tan rara llamada sexo…’

RUBÉN DARÍO BUITRÓN/NOTIMERCIO

“Frente a las mesas de plástico había un canchón con cuartuchos en cuyas puertas esperaban las prostitutas. Yo no sabía qué debía hacer”.

Si me negaba a hacerlo, ¿cómo podría justificarme ante los compañeros del colegio La Salle, con quienes, acompañados de los curas tutores, habíamos ido a nuestro primer paseo de tres días fuera del nido familiar?

Entre la euforia colectiva por lo que planeábamos hacer, no estoy seguro si deseaba decir que no o lanzarme al vacío. En el hotel Aragón, de Manta, pasamos la primera noche planificando la noche siguiente: ir al mejor prostíbulo de la ciudad que, según alguien había averiguado, tenía un nombre novelístico y legendario: La Cañada.

Mientras organizábamos la aventura, noté muchos de mis compañeros ya tenían experiencia: sus papás los habían llevado al famoso cabaret de Quito, El Mirador, para hacerse hombrecitos. Hablaban de no olvidar lo clave: usar condones y ponerse gotas de limón en el pene para evitar las infecciones.

Yo lo ignoraba. Lo único que mi papá me había enseñado era cómo piropear a una chica que pasaba por la calle y cómo tratarla si aceptaba subir a nuestro auto y llevarla a su casa.

En el barrio, la pedagogía callejera sobre el sexo era ver en una esquina a dos perros amarrados luego del coito. Y en el colegio, aunque recibíamos la materia de Educación Sexual, un cura que dictaba la materia nos llenó de mi tos, tabúes y miedos.

Así que aquella noche, en el hotel, con un aluvión de dudas pensé que lo mejor sería integrar la tribu de cachorros que se aprestaban a asaltar La Cañada con sus mínimas hombrías para reafirmarlas, en su caso, y para descubrirlas, en el mío.

Mientras el taxi atestado de adolescentes inquietos se dirigía a los extramuros en dirección al prostíbulo, susurrando pregunté a un compañero qué debía hacer cuando entrara donde la mujer elegida, porque yo no tenía ninguna experiencia.

Su consejo fue que lo primero que debería decir era “soy virgo y necesito que me enseñes”. Ya en La Cañada, un lugar sórdido inundado de taxistas y camioneros que bebían cerveza alrededor de mesas blancas de plástico, recordé algo que había leído de García Márquez: “Todo hombre es impotente hasta que una mujer le demuestra lo contrario”. En ese escenario vi que la frase era perfecta. No solo por esos hombres, sino por mí, porque la frase que se me vino a la memoria acentuó mi miedo.

Frente a las mesas había un canchón de madera con estrechos cuartuchos, unos diez a la fila, en cuyas puertas esperaban las prostitutas a que los clientes se acercaran y entraran con ellas.

No quise tomar cerveza ni fumar. Pensaba qué hacer cuando, de pronto, uno de los compañeros que salió sonriente del canchón me agarró, empujó y lanzó hacia una chiquilla delgada, pelinegra, de ojos grandes y camisa a cuadros, que cuando estaba a punto de atender me vio a un cliente mayor a mí que la abordó y entró.

Frustrado, me acerqué a la mujer del cuarto contiguo. Tendría unos 30 años, caderas anchas, piel blanca y un vestido ligero. “Entra y desvístete”, me dijo mientras le pagaba la tarifa de 25 sucres.

Ella se acostó, abrió las piernas y me dijo “ven”. Le dije que era mi primera vez y me ayudara. Con risa fuerte respondió: “Todos los aniñados dicen lo mismo. Sube rápido, terminas y te largas”. No recuerdo ninguna otra ocasión en que me haya portado tan torpe.

El festivo retorno al hotel con mis compañeros fue contradictorio. Ellos celebraban, pero, para mí, aquel fue uno de los viajes más inciertos y tristes de mi vida.