Una caída inesperada en el Metro

Pressouth-Metro-de-Quito

KARLA HERRERA/NOTIMERCIO

Bajamos por las escaleras eléctricas hasta la boletería. Mientras compraba los tickets, ella me esperaba cerca de los accesos. Al comprar, ingresamos juntas y, entonces, ocurrió lo inesperado…

Si pensaba que este año no tendría una nueva anécdota, me equivoqué. Siempre hay algo que contar, y el transporte no se queda atrás. Imposible olvidar el día en que mi amiga Monse rodó por las gradas del Metro, un momento donde el susto y la risa se mezclaron de forma extraña. Lo más sorprendente fue la reacción de la gente, tanto los usuarios como el personal fueron amables y atentos. No sé si fue coincidencia o si ese día todo se alineó para encontrarnos con personas cordiales.

Son las 18:00. Monse y yo decidimos volver juntas a casa, ella vi ve cerca de mí, así que era el plan perfecto. Nos encontramos en la parada El Ejido y, como era de esperar, nos dimos un fuerte abrazo. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Bajamos por las escaleras eléctricas hasta la boletería. Mientras compraba los tickets, ella me esperaba cerca de los accesos. Al comprar, ingresamos juntas y entonces, pasó lo inesperado.

De un momento a otro, ya no está a mi lado. Aún me pregunto en qué momento me soltó o de dónde se resbaló. Ahora lo pienso con humor, pero en ese instante fue un susto total. No rodó una, ni dos, ni tres gradas… ¡rodó todas! “¡Dios mío!” grito mientras bajo apresurada. Al llegar, un guía del Metro ya estaba con ella. Le preguntamos si le dolía algo, dónde se había golpeado, antes siquiera de preguntar le cómo se había caído. Entre risas y con un poco de dolor, mi amiga dice que lo peor se lo había llevado la espalda.

Una señora de unos 50 años, preocupada, se acerca y le ofrece agua, “por si el susto le afectaba”, porque, siendo sinceros, fue una caída para matarse. El personal y yo la ayudamos a incorporarse. Le preguntan si quería recibir atención médica, que si necesita primeros auxilios, que solo tiene que decirlo. Mientras tanto, uno de los trabajadores, con un tono amable pero firme, nos da un pequeño sermón “Bajen siempre con cuidado, señoritas. Miren que estos son accidentes que se nos van de las manos. También pueden usar las gradas eléctricas”.

Mientras él hablaba, Monse aseguraba que estaba bien, que solo había sido el susto. Pero ahí no ter minó todo. Cuando llegó el tren, sentido norte-sur, tres personas del sistema se aseguraron de que entrara sin problemas. Un guardia incluso le pidió a un pasajero que le cediera el asiento. Me alivió saber que podía viajar tranquila, aunque yo sabía que en el fondo aún estaba asustada. Intenté distraerla, hacerla reír un poco para relajar el ambiente “¡Estás viva porque tienes una misión aquí y encontramos gente chévere!” le comento.

Al llegar a La Magdalena, la noto más tranquila, incluso comienza a tomarlo con humor. Me dice que, a pesar de todo, la atención del personal del Metro había sido muy buena. Ambas coincidimos en lo mismo. Y entonces recordé la vez que me caí en un bus, aunque ni siquiera me acuerdo la ruta. Me caí de rodillas al intentar subir. No sé con qué me tropecé, pero terminé en el suelo. Del susto y más que nada de la vergüenza, me levanté de inmediato.

Para completar el drama de ese día, la aglomeración de gente era incontrolable y ningún guardia hizo nada. Solo apareció un hombre del personal a gritar nos que “hiciéramos bien la fila”, cuando en realidad quienes la estábamos respetando éramos los que recibimos el regaño.

Y, como si fuera poco, en ese mismo viaje, un hombre de unos 40 años casi se cae al bajar porque el bus ni siquiera se había detenido por completo. No me gusta compa rar, pero es inevitable que ciertas experiencias queden en la mente. Y de la mente nadie se escapa. Es la suerte de cada uno, diría yo. Final mente, llegamos a Quitumbe. Nos bajamos del Metro y caminamos tranquilas a la salida. Monse tuvo suerte ese día. Nos despedimos con un fuerte abrazo.