“Divide et vinces”

Paulina Narváez, escritora/ Para Notimercio

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Hace poco estuve en San Clemente, Manabí. Caminar por sus orillas, sentir el agua rozar mis talones, tocar la arena, acariciar la brisa que moja e inunda de un olor a sal, me
hala las ideas torcidas con las que despierto, para recordarme que vivir en Ecuador es una suerte, porque mientras unos días abro mi cortina y me cubre una capa de niebla espesa, tapizada de un cielo azul sin rayones y un viento que me hace tiritar los dientes por ser animal de páramo.

Otros, puedo abrazar el calor más húmedo que me despeina y me devuelve a una vida más pura. Y no, no se trata de ser una nacionalista a ultranza ni de querer vendarme ante los hechos que sobrevivimos, sin encontrar una luz que alivie, porque cada día tenemos que encerrarnos más; porque cada día, la larga fila del desempleo extiende sus tentáculos hasta que nos asfixia en nuestra propia casa; porque cada día, la incertidumbre del capricho rabioso es la que adoquina los caminos de quienes buscamos andar.

Sin embargo, esto no difumina la magia de tener todo un mundo entre las manos. De mirar a un costado y tocar la majestuosa cordillera, de girar el cuello y gozar de mares fuertes, de ríos que se riegan como velos que nos limpian, de perdernos entre las espesas hojas amazónicas y de ser testigos de la evolución primaria entre las islas más espectaculares del planeta.

Y no, no se trata de olvidar lo vulnerables que están nuestros niños, porque no podemos garantizarles el presente, mucho menos proyectarlos hacia un futuro borroso, no aquí, no así. Y no se trata de buscar culpables imaginarios para tapar la incapacidad de dirigir un país que se escapa regándose entre las fronteras.

No se trata de estigmatizar a pueblos llenos de gente hermosa, que lucha a diario por disfrazarse creativamente en un escenario adverso. No se trata de dividirnos para vencer, no se trata de ocultar la me diocridad para no recorrer esas orillas de las regiones más lindas de la patria y darse cuenta de los gritos de angustia que nos consumen. Porque la vida de los ecuatorianos no se reduce a una realidad privilegiada que se presume frente a los dedos que se deslizan en una pantalla, sino en esa tierra seca que se resquebraja entre las grietas abiertas por la indolencia. 

Hoy imagino las razones que me mantienen de pie y sonrío, porque al son de nuestro mar, empapo mi cuerpo, cubriéndolo de espuma salada, esa que nos une siempre para mejor.

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