KARLA HERRERA/NOTIMERCIO
A pesar de las facilidades del Metro de Quito, las largas filas complican la experiencia de los usuarios, especialmente para quienes aún pagan en ventanilla.
Cada lugar deja momentos buenos y malos. Estoy convencida de que nada ni nadie es perfecto, y sí, mi transporte favorito también entra en esa lista. No es novedad que el Metro de Quito nos salva de muchos apuros, pero también tiene sus días difíciles. Basta con llegar a una parada y ver una fila interminable para que el entusiasmo se frene. En las cuatro ventanillas de venta de boletos, solo una persona atiende, y lo curioso es que la mayoría en la fila son adultos mayores. Los jóvenes, en comparación, somos pocos.
Tampoco sorprende que el personal del Metro repita una y otra vez que podemos activar la cédula o adquirir la tarjeta Ciudad para evitar filas de 20 minutos. Para algunos, suena absurdo esperar tanto cuando la solución está en la cédula, el teléfono, una tarjeta con recargas. Pero también estamos los que seguimos con lo tradicional, ya sea por falta de tiempo, desconocimiento o simplemente porque preferimos pagar en ventanilla. Sin embargo, siempre hay alguien que te convence de sacar la tarjeta. En mi caso, fue mi hermana Gaby. Al bajarnos en Quitumbe, me dijo que era ahora o nunca y que, sí o sí, me llevaría a tramitarla.
Así fue, nos acercamos a los guías que se encontraban promocionando las dichosas tarjeta Ciudad, en ese momento tenía el alcance de activar mi cédula porque ya no disponían de la tarjeta. Di mis datos, mi correo, mi número de cédula y, en cuestión de minutos, tenía el comprobante de papel en mis manos. «Debe acudir a cualquier estación del Metro, activar su cédula y recargar». Fácil. «Pan comido», pensé. Lo haría al día siguiente.
Son las 10:00 de la mañana del siguiente día y estoy en la parada El Recreo, lista para ingresar al Metro. En mi mente tengo ese recordatorio de mi hermana Gaby «No te olvides de activar la cédula». Bajo las gradas y al pasar por uno de los andenes ya veo una fila larguísima. La gente avanza a paso de tortuga. El plan era simple, tomar el metro, activar mi cédula, hacer una recarga de unos USD 5 dólares y salir volando al trabajo. Pero claro, a veces el transporte tiene otros planes.
En ese momento, trato de dimensionar las cosas, ¿qué pasa con los viejitos que están en esta fila? ¿Sabrán que pueden evitar la espera con una tarjeta? ¿Les dará vergüenza pedir ayuda? ¿O serán de los que dicen «pendejadas» y se ríen? Suelto una sonrisa y caigo de nuevo en mi propia realidad. Estoy tarde, no activé mi cédula y por temor a ser regañada, preferí pagar nomás mi pasaje como siempre sin hacer más tiempo en la ventanilla, porque nunca falta el que suelta un “que fue, muevan”.
10:15, estoy a punto de llegar a la ventanilla, ya estoy tarde, hasta recargar la tarjeta y dar otra vez mis datos en ciertos casos, me demoro aún más. Llega mi turno, paso la validación, bajo apresurada las escaleras, no tomo las eléctricas por esta vez y cómo no, el tren justo cerró sus puertas en mi cara. No iba a perder la calma. Subí al siguiente tren, llegué a mi parada y corrí como nunca. Seguro que al regreso esa cédula no se va activar sola, veo que la necesito, sí es una buena opción.