El fraude de las encuestas

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ANDRÉS JARAMILLO / NOTIMERCIO

Los estudios ahora son contratados por los candidatos para buscar financiamiento, tratar de conducir la conversación pública e inyectar optimismo a sus huestes.

Las encuestas, como instrumento técnico de las campañas electorales, comenzaron a ocuparse de manera regular a partir de la década de 1950, en Estados Unidos. Fue en el contexto de los esfuerzos por profesionalizar el quehacer electoral.  

Se buscaba que las decisiones no sean producto de la inspiración divina de los equipos o personas cercanas al candidato, sino basadas en datos, en evidencia científica.

Las encuestas brindan importantes insumos para identificar el público al que se debe hablar, el mensaje a posicionar, las necesidades de la población y los escenarios electorales para saber si un determinado candidato tiene o no posibilidades de ganar. 

Son un instrumento técnico para evaluar el desarrollo de la estrategia, conocer cómo evoluciona la percepción u opinión ciudadana y medir determinados temas o acciones que marcan la coyuntura.

Este tipo de estudios eran herramientas cuyos resultados se mantenían con sigilo, precisamente porque reflejaban información sensible que en manos equivocadas podrían usarse en contra.

Las pocas encuestas que se hacían públicas eran las que contrataban los principales medios de comunicación, que se unían para darle a sus audiencias información fiable, contextualizada, contrastada y abordada con profundidad. 

Sin embargo, el espíritu y la misión de las encuestas cambiaron cuando dejaron de ser una herramienta técnica y se volvieron un arma de campaña electoral. Los candidatos comenzaron a financiar los estudios y, como dueños y propietarios de la información, las usaron a conveniencia, con la complicidad de firmas y personas dispuestas a venderse a los mejores postores. 

En la actualidad tenemos encuestas a la carta que, lejos de ser técnicas y profesionales, son un menú elegido al gusto de ciertos equipos de campaña casados con prácticas poco éticas.

Las usan, en algunos casos, para pescar financistas ingenuos. Personas, gremios o empresas que tienen interés de aportar recursos a las campañas y que demandan más que lindos discursos para tomar una decisión.

También para convertir a un candidato en el centro de atención en un momento determinado, en que se necesita orientar la conversación pública. Lo sorprendente es que hay medios tradicionales, digitales y analistas que se prestan para hacer eco.

Las encuestas de igual manera son usadas para alimentar el espíritu de las estructuras organizativas y políticas que están alrededor del candidato. Después de todo, quién trabajaría convencido, entregando su tiempo y esfuerzo, por alguien que no tiene posibilidades de llegar a ocupar un espacio de poder.

A veces ni siquiera se toman la molestia de tener una encuesta, en estricto sentido. Les basta con pagar un sondeo de opinión en algún ilustre desconocido portal digital o apelando a las nuevas herramientas online para consultar a los cibernautas.

En parte, estas prácticas son las que han abonado a que instrumentos tan necesarios para la campaña pierdan su valor. Frente a eso, tantos medios de comunicación como candidatos, comandos de campaña e incluso la ciudadanía, están en la obligación de tratar a las encuestas como a cualquier otro insumo de datos.

En primera instancia verificando su contenido con la fuente primaria y verificando que tenga una ficha técnica; número de muestra, periodo de aplicación, porcentaje de error y evidencias gráficas del trabajo en el caso de que se hayan aplicado puerta a puerta.

Luego, es fundamental contrastar con otras encuestas para que se pueda tener una fotografía lo más completa posible de la realidad. Y, quizá lo más importante, identificar el interés y la agenda de quién difunde la encuesta. 

Solo así se podrá devolver el valor que tienen las encuestas y, sobre todo, evitar que nos quieran ver la cara como se intentó hacer en los últimos comicios del 9 de febrero. El exit poll y la mayoría de las encuestadoras estuvieron muy distantes del resultado final y mucho más cerca del fraude y la manipulación electoral.