Viajar en metro, sin importar si se trata de Quito u Osaka, siempre es una experiencia misteriosa porque implica entrar en las entrañas del mundo, donde no gobiernan la luz ni las leyes de la superficie.
En un metro lo que más impresiona no es la velocidad o los trenes, sino las gradas eléctricas que se hunden en el corazón de una ciudad como si la apuñalaran. Sea Quito, Madrid o Londres, la experiencia es la misma: miles de pasajeros despeñándose en cámara lenta hacia el centro de la tierra.
En Viena, antes de cumplir los doce años, descubrí ese miedo atávico. Ahora solo queda de él una cicatriz que me obliga a escoger siempre las escaleras de cemento. De todas maneras, ya no temo despeñarme en el Tártaro, pues sé que este, paradójicamente, se encuentra sobre la tierra y no debajo.
El metro de Quito es el perfecto laberinto de Borges: una línea recta. Y el viajero, de tanto ir al norte y al sur, termina en el Centro. Así lo han comprobado miles de personas que habían abandonado esta zona de la ciudad hasta la inauguración del subterráneo.
Por contrapartida, si se hace el ejercicio de buscar los mapas de otros transportes análogos en Osaka o París, es posible sufrir de mareos. Son tantas las conexiones, desvíos, círculos y líneas que un novato podría caer en la desesperación antes de llegar del punto A al B sin pasar por Z o W.
El ruido es otra de las características de estas bestias de acero. En los trenes del Viejo Continente, el alarido de las ruedas al rozar los rieles trae a la mente el quejido de un condenado en las mazmorras de algún castillo medieval. Y entre más antiguo, más aguda la protesta.
Mientras el metro de Buenos Aires, el Subte, fue inaugurado en 1913 o el de Chicago en 1892; el de Quito funciona apenas desde 2023 (la fecha exacta del bautizo aún está en discusión), por lo que las articulaciones se encuentran en perfecto estado y los vaivenes son casi imperceptibles.
En este y en el resto de los subterráneos la constante, eso sí, es el interminable río de gente que fluye por las puertas del tren. La novedad hace que el quiteño aún no se desespere por hundirse en la panza del gran gusano, entrando con mucha más orden que en otras ciudades. Es natural: a toda “primera vez” se asiste con una mezcla de turbación y reverencia, pero con el tiempo la costumbre mata la pasión…
Creo, sin embargo, que lo que hace falta en nuestro metro son esos baños que en Europa contienen no solo urinarios, sino máquinas expendedoras de golosinas, billetes de lotería y preservativos. A propósito, en el metro de Viena compré una caja de estos por primera vez.
Como lo mencioné, ni siquiera había cumplido los doce años, así que poco era lo que sabía de su función y sumado a mi ignorancia absoluta del alemán, me hicieron pensar que las maquinitas al lado del lavabo eran de chocolates. Entonces, saqué una moneda y la introduje allí nervioso y feliz, mientras un hombre de unos cuarenta años miraba atónito cómo yo me hundía en mi primer gran fracaso.
Y es que bajo tierra el viajero, joven o viejo, siempre aprende algo nuevo porque está circulando por el reino de Plutón. Allí las reglas son distintas a las de la superficie y los humanos mutamos, sin quererlo, en criaturas sorprendentes, antediluvianas.
José Luis Barrera/Para Notimercio